En el universo corporativo, las modas gerenciales aparecen y desaparecen como estrellas fugaces, prometiendo iluminar el camino hacia el éxito empresarial. Uno de los fenómenos más recientes ha sido Agile, esa metodología que promete flexibilidad, velocidad y un equipo feliz y colaborativo. Sin embargo, para los más veteranos del mundo de los negocios, Agile empieza a sonar peligrosamente familiar. ¿Recuerdan Six Sigma? Sí, aquel sistema que juraba erradicar los defectos y optimizar procesos hasta alcanzar la perfección.
El parecido no es solo anecdótico; Agile parece estar siguiendo los mismos pasos, y no siempre para bien.
Six Sigma: Una religión de números
Six Sigma nació en los años 80, con Motorola y General Electric como sus devotos evangelizadores. La idea era simple: reducir la variabilidad en los procesos, optimizar todo hasta un margen de error casi inexistente y alcanzar un estándar casi divino de calidad. ¿El resultado? Una obsesión por los números, diagramas de Pareto en cada esquina y más reuniones para analizar métricas que tiempo real para innovar.
¿Y qué pasó con Six Sigma? Bueno, después de unos años gloriosos, las críticas empezaron a acumularse. Se volvió un sistema rígido y burocrático que sofocaba la creatividad. El enfoque obsesivo en los datos llevó a muchas empresas a perder de vista lo más importante: las personas.
Agile: De la flexibilidad al dogma
Ahora, volvamos a Agile. Originalmente concebido como una solución para equipos de desarrollo de software, su filosofía se basaba en valores como la colaboración, la adaptabilidad y la entrega continua de valor. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando Agile salió del ámbito del software y aterrizó en los departamentos de recursos humanos, marketing y, por supuesto, en las oficinas de los consultores, empezó a cambiar.
Hoy, Agile es más un checklist que una filosofía. Tienes que tener tus Daily Standups, tus Sprints, tu backlog perfectamente priorizado… ¿pero alguien recuerda para qué era todo esto? La flexibilidad y el sentido común se han reemplazado por una rigidez que irónicamente se parece al mismo sistema que Agile juró superar.
El ciclo interminable de las modas
La comparación con Six Sigma no es descabellada. Ambos sistemas comenzaron como herramientas útiles con intenciones nobles, pero en manos de empresas obsesionadas con la implementación a cualquier costo, se convirtieron en dogmas. Agile, como Six Sigma, parece estar atrapado en ese ciclo eterno de promesas incumplidas: es una solución milagrosa que, en la práctica, genera tantas frustraciones como resultados.
¿Qué podemos aprender?
Lo irónico es que tanto Six Sigma como Agile tienen principios valiosos que, aplicados con sentido común, pueden hacer una diferencia. Pero el problema no está en las metodologías; está en cómo las empresas las adoptan. Convertir cualquier sistema en una religión corporativa garantiza su fracaso. Porque ni el problema es siempre el mismo, ni la solución debería ser universal.
Entonces, ¿Agile es el nuevo Six Sigma? Quizás. Pero, si algo hemos aprendido del pasado, es que el verdadero enemigo de cualquier metodología no es su diseño, sino nuestra incapacidad de entenderla como una herramienta, no como una panacea.
Agile podría aún evitar el destino de Six Sigma, pero para eso, necesitamos menos ceremonias y más sentido crítico. Al final, no se trata de ser Agile o Six Sigma, sino de ser inteligente. ¿Será mucho pedir?